
En nuestros ajetreados y convulsos tiempos, cualquiera puede disfrutar de la música: todos tenemos acceso a un equipo estéreo con lector cd, a un ordenador para disfrutar de descargas y de streaming musical, o a un reproductor mp3. Podemos oír música en la televisión, sintonizando los canales digitales, en la radio del coche y en el móvil. Si salimos de compras, en las tiendas tienen puesta música de fondo para amenizarnos el momento (aún más…): si esperamos en la antesala de un profesional, escuchamos música para que la espera nos parezca menor. Todas las películas de cine y la publicidad cuentan con música: siempre la encontrarás puesta en gimnasios, bares, supermercados, restaurantes e incluso en los colegios, la música acompaña el recreo de los niños a través de altavoces.
Escuchamos música, pero no vamos a verla.
Sin embargo, a toda esta sobreinformación musical se contrapone la falta de público en los conciertos en directo, tanto de música clásica como moderna. No hablo de aquellos artistas que por su propio calibre o gracias a la eficiencia y medios económicos de quien les (pro) mueve proponen actuaciones que son más bien grandiosos espectáculos, a los que por supuesto es maravilloso asistir, y consiguen llenar estadios. No, hablo de todos aquellos artistas que representan el humus cultural de la sociedad, que día tras día se suben a un escenario por pequeño que sea y se enfrentan a su peor enemigo: la sala vacía. Porque para un músico el público lo es todo: es el referente que indica si va por el buen camino, es la motivación que le empuja a estudiar, tocar, componer, crear, es la razón por la que se acuesta tarde, se levanta temprano y te recibe con una sonrisa cuando vas a verle.
Y últimamente, lo normal es que no nos vea. Y nos encanta lo que hace, de hecho todos tenemos estupendas palabras de ánimo (claro ejemplo de ello son las redes sociales) para empujarle a ser siempre mejor, a darlo todo, a perseguir su sueño. Pero lo que pasamos por alto es que su sueño sólo podrá cumplirse si nosotros le apoyamos en directo. Ironías de la vida. Y si nos sentimos injustamente acusados por él de no poder ir a verle, siempre pasa o ha pasado algo que nos ha impedido asistir, “Hoy no puedo ir, pero ya nos veremos la próxima vez amigo, ¡cuenta con ello!” ¿Te suena verdad? El caso es que nos encanta encontrar escusas: que si el fútbol, que si es puente, que si “me queda muy lejos”, que si “se me hace muy tarde”…
Recordemos la magia del directo.
Por supuesto nadie pretende que vayamos a todo lo que nos viene propuesto, sería imposible. Pero quizás deberíamos poner un poco más de nuestra parte cuándo nos invitan a un concierto de alguien que apreciamos y lucha por su proyecto artístico, máxime si el desembolso económico no vale más (ay, ¡qué tiempos!) que un paquete de cigarrillos o el menú de las palomitas del cine, no quiero hablar ya de la entrada para ver la película que suele ser normalmente bastante más cara.
Porque el directo no sólo beneficia al músico, sino también al espectador: fomenta el contacto humano, crea una ligazón personal con el artista, educa nuestros oídos a la bondad de un buen sonido y a la finura de un digno ejecutante, descarga la tensión acumulada semanalmente porque nos invita a cantar y bailar o simplemente disfrutar de la música, nos hace volver a casa felices y nos saca de la rutina. ¿Quién puede renunciar a todo esto?